Hacer una referencia a Los Villares en forma sucinta es tarea difícil. En realidad, no es la variedad de temas con los que nos encontramos lo que condiciona esta dificultad, sino la sencilla cuestión de que con pocas palabras poco se puede explicar, sobre todo lo que sea idiosincrasia, entorno natural, historia y contexto social y laboral de un pueblo.
Así expuesto este problema, comencemos sin más dilaciones.
Fue hacia 1532 cuando, por orden del rey Carlos I, se fundó este pueblo. Su principal motivación radicaba en un intento de repoblar la zona, antaño frontera y punto de fricción con los moros, que había quedado despoblada debido, como es de suponer, a causas de inestabilidad e inseguridad propias del lugar.
La oposición más vigorosa estuvo encabezada por la Mesta (una asociación de ganaderos con gran poder en la época) que reclamaba el lugar como terreno de pastoreo de sus ovejas. A consecuencia de esto, se entablo un pleito entre esta hermandad y los pretendientes repobladores, que en su mayor parte procedían de Torredonjimeno, se elevó a la corte de Valladolid, donde se falló a favor de estos últimos. De esta forma nacería lo que hoy es Los Villares.
Sin embargo, los orígenes históricos se remontan más allá de esta época medieval. Nos topamos entonces con otro nombre: Isturgi, ciudad ibero-romana que, sin tener el título de colonia, gozó de la predilección de los romanos. Se puede afirmar casi con seguridad que estuvo rodeada de una muralla compacta, que se trabajó la alfarería y la cerámica y que tuvo un Pietro o lugar sagrado donde se rendía culto a sus divinidades, una de las cuales era Sothis, dios del silencio.
No hay que olvidar tampoco otros dos núcleos cercanos de civilización y actividad humana, ambos sepultados en la actualidad; estos son: Hispoturgi, situado por las majadillas, debajo de la cueva del contadero, y Surgí, enclavado en las faldas de la Pandera, donde se cree que existieron lujosas arquerías y quintas, y unos baños o termas en lo que actualmente es el Ojo del Moral.
Pero dejemos la historia que solo es polvo almacenado en los libros.
Volvamos nuestra mirada a esos campos quebrados y adustos poblados de olivos, a su grandeza trabajada a mano y azada. “El olivo es sabiduría porque tiene tradición” escribia J. Pascuau; el olivo, introducido por los fenicios, pueblo mercader originario del Líbano, es símbolo de una cultura ancestral que se extiende a todo el Mediterráneo. El olivar inunda como un océano la geografía villariega: surca lomas, invade breñales, pugna con la montaña y la piedra para conseguir su afirmación. Estos campos donde se unen el aceite, el polvo, el sudor, la mula y el arado, el sol y la escarcha, la honradez y esfuerzo son rasgados, juncales, mimbres y zarzas, que reparten fertilidad y vida.
En lo alto, poderosa y sublime, como atalaya de dioses, La Pandera, dominando el valle y el puelo, originando un caudal de agua prodigiosa que fecunda cuanto toca. Y las Cimbras, piedra viva, nido de gavilanes y grajas, desnudez, grises y naranjas, precipicios y viento. La ferocidad de su belleza se contrapone con un silencio milenario, con una soledad fragante, interrumpida a veces por graznidos de libertad, que nos pregunta por la vida, que nos hace pequeños cada vez que respiramos. Arriba, entre un azul luminoso, el sol; abajo, una mancha blanca surcada por venas de cemento y asfalto: ahí está volvemos al pueblo.
Pocas poblaciones han experimentado un progreso proporcional tan grande, tanto en expansión urbana como en generación de riqueza. Todos sabemos qué es lo que sostiene este ritmo de crecimiento: la artesanía de la mimbre, que en relativamente poco tiempo, ha sumido a la villa en un constante laboral y ha hecho, queramos o no, que seamos conocidos en países occidentales. Exagerando, con amor de hijo, puedo decir con orgullo que los artesanos villariegos le hacen la competencia a China. Toda esta actividad repercute en otros sectores tales como la albañilería, comercio, agricultura e incluso el nivel de cultura se está elevando de una forma felicísima. En este sentido, ahí quedan: las jornadas culturales, atisbos de conferencias, creación de escuelas, la construcción de la biblioteca pública y los laudables esfuerzos de ciertas personas en lucha por la recuperación de parte de nuestro folclore; ejemplo de esto lo constituye la Jota de Los Villares que, paradójicamente, estaba siendo bailada en toda España menos en su lugar de origen. No olvidemos que la cultura verdadera sólo la genera el pueblo y no los intelectuales desde las mesas de café en sus tertulias.
Por último quisiera hacer alusión a la forma de ser, al carácter Villadiego, ya que se me presenta contradictorio y a la vez plausible; aquí se dicen las cosas a la cara, pero a la más mínima se cae en la burla, que o bien dará paso a las bofetadas o dará paso a una humillación; la gente es noble e integra, esto es verdad, reparte sabiduría, pero muchas veces caemos en el rechazo total de la forma de pensar del otro; es decir, nos volvemos “sabelotodo” este último defecto es el corazón de todo lo anterior, es el impulso hacia el desprecio. Por eso, esta redacción quiere ser un llamamiento a la comprensión, a la aceptación, al respeto entre todos los moradores de Los Villares, porque no está bien que nosotros los villariegos, con nuestros rencores, estropeemos esta maravilla de pueblo que se nos ha brindado sabed que nunca se valora con justicia lo que se tiene o lo que se ama; nunca somos conscientes de su importancia: ya quedan pocos sitios donde se puedan ver estrellas fugaces, el humo está invadiendo el mundo, y también pocos lugares donde se pueda ver un trozo de campo desde la ventana, el progreso nos hace perder el contacto con la naturaleza. Es una alegría saber que en Los Villares aun hay de todo eso y es una alegría mayor el saberse Villadiego
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